LAS CULPAS DEL MUNDO por Angeles Charlyne,

La duna amarilla pareció brillar en ese mediodía incierto de playa. La soledad sorprendió a Soledad, en mitad del camino del parador y se detuvo. Levantó su cabeza y el sol castigó con un dedo de fuego. No le importó, llevaba mucho sol y mar sobre su cuerpo bronceado, esbelto, sin tiempos, asombroso para los otros, sin cuidado para ella.
El mar rezongaba torvo en el horizonte ansioso, tal
vez por lamerla.
Un cierto temor vagabundeó por la tristeza olvidada de Benedetti en algún libro, por supuesto olvidado del olvido. La comprobación que nadie había bajado a la arena, era inquietante, improbable, indemostrable, demoledora. Caminó sintiéndose tan sola como nunca, tan cierta como siempre y tan curiosa como se lo esperaba.
La ausencia de voces planeó sobre las olas, remontó ansiosa buscando destinatarios. Hubo un leve silencio marino, sólo perceptible para ella, comprobó que la vela de su embarcación se mecía complaciente en la bahía próxima. Su retirada estaba asegurada. La retaguardia cubierta. Caminó y sus largas piernas doradas, firmes y seguras, no admitieron vacilaciones a pesar del desconcierto. No poder comentarlo más que para sus adentros, era en cierta forma un desafío.
Descendió erguida, estatuaria, convencida que cerca del mar la fiesta siempre es completa, para que los sentidos obliguen a retroceder fantasmas.
Las postales de la memoria se amontonan, como los puertos recorridos, los cuerpos abrazados, los placeres consumidos y consumados, las mesas bien servidas y las copas mejor bebidas.
En la arena húmeda encontró razones para levantar un castillo, mientras caminaba bordeando el agua, jugando a eludirla, a no ser alcanzada, el juego que mejor jugaba, el que más le gustaba jugar. continúa ...

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