INDICIOS

Relato y obra de Angeles Charlyne 
 La enredadera era verde, ligeramente amarronada, trocada en un tinte mixturado y colgaba, vencida, sobre uno de los extremos de la medianera, como resignación atemporal.
El viento, soplaba cadencioso, hasta provocar el roce de sus ramas contra la pared descascarada, que a duras penas resistía vigilias con su textura despintada.
El jardín se hallaba descuidado desde el fallecimiento del encargado; él amaba, especialmente, esa enredadera de pequeñas flores amarillas, que abonaba con colillas humedecidas.
Me contaron que cada viernes, al declinar la tarde, sacaba de uno de los bolsillos de su camisa escocesa un cigarrillo, lo encendía, aspiraba profundamente y se sentaba en la mecedora a leer y a disfrutar del fresco que respiraba el bello y colorido paisaje. Una postal pintada por el alma y que dura una fracción de eternidad.
Yo, desde la sala, sentada frente al amplio ventanal que daba a los fondos de la pensión, observaba la planta, imaginando ese otoño con frágiles pétalos, abortados del mundo.
El farol situado en el extremo opuesto temblaba y su luz blanquecina, casi mortuoria acompañaba la escena.
Me froté los ojos con ambas manos. Me desperecé, lo que hizo que el libro que dejara apoyado en mi falda, cayera y rodara hasta deslizarse unos metros, golpeando con su lomo la puerta de uno de los cuartos más grandes de la casa, que don Rodolfo, el dueño, nunca alquilaba, decía que lo utilizaba como deposito de herramientas y muebles en desuso y que por eso permanecía resguardado.
Era medianoche. Todos se habían retirado a descansar, incluso don Rodolfo; pensé por un momento que el ruido podría haberlos despertado, pero no hubo indicio. Para comprobarlo esperé unos segundos, hasta que el silencio volviera a ser silencio; luego apagué la luz y, despaciosamente en la oscuridad, fui a rescatarlo. Me agaché, apoyé mi mano en el piso tanteando su superficie fría y áspera, tratando de encontrar el libro; misteriosamente no estaba. Repasé una vez más, con mis dedos -como quién repasa con una escoba- los espacios aledaños para convencerme y asegurarme; a cambio, me topé con restos de telarañas que se me adhirieron como señal de la nada.
El candado cedió; la puerta se entreabrió y su bisagra se quejó malhumorada, malintencionada, una invitación que no quise desaprovechar. Absorta me incorporé, como si un resorte tirara de mi espalda y me irguiera, empujándome como el presagio.
Crucé el umbral de madera. Los pisos se sentían firmes y cálidos. No había llaves de luz, sólo paredes rugosas, con un revoque que al tacto se sentía grueso.
El sitio parecía amplio, una caja de resonancia donde los sonidos estallaban multiplicando ecos, como la piedra arrojada al abismo insonoro cuando se desliza la levedad de la idea, para rebotar en el fondo.
Mis pasos sonaron musicales y dispuestos a seguir el camino, sin temer encrucijadas.
Cuando llegué hacia lo que supuse el medio de la habitación, la puerta se cerró, “pero allí parecía no haber corrientes de aire para que eso ocurriera”, pensé. ¿Cómo puede ser? -me pregunté.
Giré como un trompo, en busca de la respuesta que no llegaba.
Me sentí mareada y tuve miedo; me rendí, resignada a dejarlo, dando por cierto que el miedo no es sonso, por eso decidí salir de ahí, huyendo despavorida, con la fuerte sensación del error.
Busqué la puerta, pero ya no estaba. En su lugar, el vacío… y mi cuerpo regresando, impulsado hacia la luz, donde las hojas abiertas de un libro planeaban y un sillón se mecía en la soledad.
Era viernes… y un fuerte olor a tabaco perfumaba el aire.

perteneciente a la Antología “Son puros Cuentos”
Editorial Dunken -2006-

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