LA BESTIA

Relato y obra de Angeles Charlyne

 
 Un trozo de carne húmeda descansaba, demorado, en el suelo. De su interior brotaba un río rojo deslizándose frenético rumbo al sumidero. Una fiera salvaje se relamía, exhalando sonidos guturales y persiguiendo de un extremo al otro de la jaula, la impaciencia del aguardo. La otra, vigilaba desde fuera, azotándola con la fusta, fijeza almendrada de su mirada.
La tarde, como si fuera una valiosa insignia, se adhería al pecho del mundo, simulando lucir mejores cosas; cómplice del silencio, amordazaba la boca del sol, que sólo podía derramar tenues luces, desganadas aliadas del complot.
Las ramas de los árboles planeaban como aviones, desesperadas ante el desastre, sacudían sus alas impotentes, agitadas y empecinadas, como buenas hijas del inminente naufragio. Presagiaban, para quienes habían decidido ignorar la revelación en ciernes.
La señal de auxilio se desvanecía agitada en el intento malogrado, mientras el viento norte se sumaba, ceremoniosamente desinhibido; indiferente soplaba fríos y creaba espantos, sobre conciencias enlutadas.
La jaula se estremecía como una caja musical de antiguos cantos y desgarros. A lo lejos, el mar transpiraba temeroso, dejándose ir en el vaivén obligado, con sus ojos vendados de espuma, sin abandonar cierta indiferencia que no dejaba de ser rumorosa.
Nada ni nadie reclamaba desde la orilla, sólo blancos pájaros, posados en la osamenta de la vieja madera de un barco, cristalizaban sueños que seguían conduciendo lejos, en la embarcación que buscaba posibles respuestas.
Un hombre, pensativo, sentado sobre el repecho rocoso, sedimentaba profunda introspección; mordía los restos del cigarro, inhalando humo y salivando ausencias. Tenía los pantalones recogidos hasta las rodillas, dejando que sus pies desnudos naufragaran en las aguas, esperanzado tal vez, en lavar y salvar culpas.
Sanguijuelas y aguas vivas, jugaban espiraladas traiciones, haciéndole ronda, prestas a celebrar una misa, bebiendo el cáliz de sus dorados tobillos. El rito abrió las puertas a otras especies hambrientas para que se sumaran al festín.
El ensimismamiento sucumbió, cuando un rugido llegado desde el extremo clausurado, le pareció familiar. Hacía allí derivó.
Entre las rejas de una jaula, una figura casi humana de mujer, se retorcía mientras otra, pero bestial, la vigilaba desde afuera.
El hombre llegó, se detuvo al lado del animal, le acarició el lomo, este devolvió el saludo frotando la cabeza atigrada contra su cuerpo.
-Lo has hecho muy bien -le dijo, mirando al espécimen “humano”, mientras repasaba con sus manos los pies, de donde se colaba el tibio líquido, luego de la retirada presurosa de las sanguijuelas.
Humedeció sus dedos, para ofrecerlos. La mujer se estiró sin llegar a ellos, aplastando su rostro a los barrotes.
Ella, tenía los ojos desorbitados, grandes esferas negras agitadas de arriba abajo; una suerte de locura a punto de estallar; su cuerpo aparecía desgajado, se la veía débil. Las piernas huesudas parecían palos, remando por la libertad que sospechaba detrás de la jaula; un hilo de baba se escurría desde las comisuras agrietadas de sus labios, dejando un surco pegajoso, interminable; no se escuchaba palabra alguna “¿sabría hablar?”-pensó el hombre al recoger un trozo de carne y arrojarlo al interior de la jaula.
La mujer, jadeando, lo tomó en sus manos y comenzó a despedazarlo a dentelladas. ¿Mordía la sombra esquiva de un pasado?
El tigre olfateó el aire, con fruición. La sangre llama. El hombre lo había olvidado. La puerta de la jaula estaba sin traba, el golpe sonó metálico y lejano.
La mujer se irguió a medias para defender su alimento; el tigre se deslizó sigiloso y su paso blando contradecía la rigurosidad de la mirada aterciopelada, clavada en la carne chorreante. La hora de discutir posesiones parecía haberse instalado entre los dos. En los ojos de ella un ramalazo de descubrimiento, pareció llegar desde la repentina vigilia, ante la muerte. La batalla inminente pareció saltar seguros de la memoria.
El hombre comprobó que era en vano querer absolverse. La culpa roja reapareció casi junto con la lucidez de la mujer de la jaula. Ambos se reconocieron, desesperados fundadores de la especie, pero fue un segundo tarde, porque el tigre saltó.

Angeles Charlyne
De “La puerta qué…”

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